El otro dia, me dice mi Eva que "La tienda de Nicolás", esa que aparece en el libro de Ayes Tortosa, "Cuentos del Albaicín", existe en la realidad o al menos ella ha encontrado una muy similar por las tierras de Cortes de la Frontera o de sus alrededores.
Inmediatamente me ha picado la curiosidad y el deseo de recordar lo que en ese cuento Ayes narraba. Por eso, y después de la tranquila relectura, me atrevo a pegarlo aquí con el deseo de que llegue a todos, especialmente a Eva y a sus colegas que así se lo han demandado, a la vez a que los animo a la lectura completa de tan maravilloso libro, al que le tengo un especial apego, ya que en su primera edición en el 2010, tuve la suerte y el orgullo, de que m amiga Ayes me lo dedicara "oficialmente" con estas palabras:
Cuentos del AlbaicínAutora: Ayes TortosaIlustraciones: Shinobu WakabayashiMaquetación y diseño: Mar DelgadoEditorial: Libros Maese Gato, Granada 2010Edad: A partir de 10 añosEncuadernación: RústicaPáginas: 134
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IV
¿Cómo es posible que quepan tantas cosas en la tienda de Nicolás?
de “Cuentos del Albaicín”, de AYES TORTOSA.
Ed. Libros Maese Gato, GR-613-2010
Nadie sabía exactamente desde cuando estaba ahí Nicolás, en mitad de la Cuesta de Alhacaba, en su pequeña tienda, regalándole conversación a todo el que entraba, porque para él la conversación era tan importante como el pan, el vino o los tomates.
En la puerta de su tienda se leía en un cartelito:
“ABIERTO DE LUNES A SÁBADO
Y LOS DOMINGOS CASI SIEMPRE!
Así es, Nicolás abría también casi todos los domingos y fiestas de guardar.
La verdad es que tampoco cerraba en verano ni en navidad. Algunos parroquianos se tomaban en Noche Vieja las uvas con él, directamente de la caja, y cantaban villancicos alrededor de un belén hecho con patatas y palillos de dientes.
La gente del barrio entraba y le pedía:
Nicolás, ¿me vende un limón?
Nicolás, ¿tiene perejil?
Nicolás, yo quiero jabón.
Nicolás, deme un colorín…
Y de todo tenía: muñecas, botones, paraguas, regaliz, roscos, calcetines…
¿Cómo podía ser?
Le pidieras lo que le pidieras, se metía en su trastienda y en un momento te lo sacaba misterioso, pues la trastienda de Nicolás era tan pequeña que apenas cabían tres personas de pie. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía guardar tantas cosas en un sitio tan pequeño? Y no me refiero solamente a comida o a productos de primera necesidad.
Yo le ví vender las cosas más extrañas: el calcetín a juego con el que se le había perdido a alguien, grandes trompetas para escuchar los tocadiscos antiguos, bolsas de pienso para los elefantes de los circos, chisteras de prestidigitador, teclas sueltas de piano, paraguas de dos plazas, filetes de búfalo, casas de madera para los pájaros, campanas de barco, mocasines indios…
Pero esto no era todo, sorprendeos. Si a alguien se le perdía algo, iba a la tienda de Nicolás, porque estaba seguro de que el tendero lo tendría allí guardado.
Si una persona perdía las llaves en la calle Panaderos, o el carné de identidad en la Cuesta de las Tomasas, iba a la tienda de Nicolás y él, misteriosamente, se lo sacaba de la trastienda. “Un muchacho lo encontró tirado y me lo trajo la otra tarde”, decía siempre.
Un día, por ejemplo, entró doña Paca en la tienda de Nicolás y le dijo muy preocupada: “Nicolás he perdido la memoria ¿qué me ha pasado entre las tres y las cuatro? Sé que es algo importante pero no consigo recordarlo”. Y Nicolás, como siempre hacía, buscó en la trastienda y al salir le dijo: “Doña Paca, a las tres y media la ha llamado su hermana de Barcelona, para recordarle que mañana llega su sobrino a pasar la Semana Santa”. “¡Ay Señor, es verdad!”, dijo doña Paca. “Nicolas dame dos kilos de patatas y una docena de huevos que le voy a preparar a mi sobrino su comida favorita”.
Otro día, a un camión se le destrozó un neumático en la Cuesta del Chapiz, y ya os podéis imaginar de donde salió un flamante neumático, idéntico al del camión.
Pero no sólo neumáticos de repuesto. Candelo, el borrico de los Pertíñez perdió su herradura arrimando arena en una obra de la Cuesta Maraña y, ¡claro!, la herradura salió de la tienda de Nicolás.
- ¡Nicolás que es el Día de San Valentín y subo para mi casa! -le dijo un día don Mariano, muy preocupado. Y don Mariano salió de la tienda con una cajita en el bolsillo que contenía una preciosa sortija con una gran esmeralda. Mucha gente del barrio decía que era falsa, pero algunos también dudaban.
Don Miguel, de Casa Pasteles, se quedó una navidad sin harina pastelera, y como todo el barrio estaba nevado, no se la podían subir de Granada. Acudió desesperado a la tienda de Nicolás y le gritó desde la puerta:
- ¡Nicolás!, ¡¿a que no tienes los diez sacos de harina que me faltan?!
- Que te apuestas a que sí -susurró desde una esquina del mostrador, don Marcelino, mientras se tomaba un chato de vino. Y Nicolás sacó de la trastienda no diez, sino doce sacos de la mejor harina pastelera.
Nicolás vivía con su madre, una viejecita vestida de negro desde la pañoleta de la cabeza hasta la punta de las zapatillas, y encorvada y arrugada como una nuez. Doña Nicolasa, así era su nombre, siempre estaba en la trastienda, barriendo el suelo o sentada en la mesa de la camilla, haciendo solitarios con una baraja. ¿Y sabéis lo que se rumoreaba en el barrio? Pues nada más y nada menos que la madre de Nicolás era una bruja y que por eso su hijo siempre tenía en su pequeña trastienda cualquier cosa que le pidieras. Sólo tenía que decírselo a doña Nicolasa, y ella mediante un hechizo le daba lo que necesitara.
Se rumoreaba también que la madre de Nicolás hacía también otra clase de brujerías.
- La otra tarde doña Nicolasa le echó las cartas a Dori la Peluquera -comentó un día doña Virtudes en la carnicería-. Le pronosticó una catástrofe en el negocio. Y a las dos semanas se le incendiaron los secadores, y doña Ludgarda, que estaba con la cabeza metida, salió de la peluquería como si se le hubiera enredado en el pelo un gato rabioso.
- ¡Seguro que fue doña Nicolasa la que hizo que se le cayera la muñeca parlanchina en la masa del pan, a la nieta de la Mamalola! -comentó Rafalico, el dependiente de Casa Pasteles.
- ¡O la que hizo que nevara la primavera pasada! -dijo un cliente.
Y es que pensaban que doña Nicolasa no era una bruja malvada, pero sí un poco enredona.
- Pues yo la he visto hipnotizando gallinas -decía alguien en el barrio.
-¡Toma y yo la he visto doblar las llaves de las casas, con sólo mirarlas fijamente un buen rato! -decía otro.
-¡Y prepara unas infusiones que curan la tristeza del otoño y los catarros del invierno! -añadían.
Algunos niños del barrio le cantaban desde la puerta: “Bruja Peruja, bruja Maruja, bruja Nicolasa, vuela que vuela con tu vieja escoba, fuera de tu casa”. Ella asomaba por la cortina su puntiaguda nariz y su escoba, y con una voz que parecía salir desde lo más profundo de una larga y oscura caverna les gritaba: “¡Largo de aquí, niños maleducados!”.
Un día ocurrió algo curioso. Entró en la tienda de Nicolás su vecino Faris y le pidió un extraño jabón que utilizaba en su país: “Arcillas de Gazhul”, recuerdo que se llamaba. Creo que lo hizo para ponerlo a prueba.
Ni corto ni perezoso, entró Nicolás en la trastienda y le sacó un paquetito con un polvo rojizo.
-Aquí tienes Faris, el último que me quedaba pero cuando lo necesites me lo dices y traeré más.
-Pero Nicolás esto no es lo que yo te he pedido! -le dijo Faris muy sorprendido, pues era la primera vez, en todos los años que el tendero llevaba en el barrio, que se equivocaba-, ¡Esto es un paquete de pimienta!
Al oír esto, sorprendeos, salió doña Nicolasa con cara de enfado de la trastienda, y todos la que la vieron, incluido Faris, dicen que estaba manchada de barro desde la punta de la negra pañoleta hasta la punta de las negras zapatillas, y que tenía la nariz y las pestañas salpicadas de un polvo rojo.
¿Acaso le falló el conjuro? Quién sabe, porque a pesar de todo, nadie en el barrio la vio jamás volando con su escoba. Incluso había quien aseguraba que no era doña Nicolasa quien le daba las cosas a su hijo; dicen que vieron a Nicolás, en la trastienda, descender por una trampilla a una enorme cueva, de esas que hay excavadas en las rocas del Albaicín, y allí tenía un enorme almacén con toda clase de objetos.
Pero, claro, esta teoría era casi tan misteriosa como la de que su madre era una bruja. Porque, ¿cómo llegaban allí todos esos objetos? ¿Se los daba el genio de la lámpara maravillosa, que vivía en los pasadizos que unen el Albaicín con la Alhambra?
Y es que ya sabéis que la gente hace misterios de las cosas normales, y otras veces las cosas maravillosas las convierte en normales. Esto último ocurre, por ejemplo, con el famoso big-bang ¿quién entiende eso que dicen algunos que está tan claro? ¿Y qué me decís de todas esas estrellas que vemos en el cielo, y que resulta que no existen porque desaparecieron hace miles de años, según aseguran los científicos?
En fin, historias y misterios, que son como el pan y la sal de la vida.



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