Estando realizando la VIII Senda Azul Integral del Cabo de Gata, el lunes, 17 de marzo de 2025, tal y como últimamente venía siendo costumbre, recalamos en las puertas del Faro de la Mesa de Roldán, cerquita de Carboneras, en donde Mario, el último farero de España nos esperaba con los brazos amistósamente abiertos para enseñarnos los últimos tesoros que había incluído este año al Museo del Faro, que con constancia y con ahínco desde hace muchos años viene montando.
Mario Sanz Cruz, el último farero de España, después de guiarnos en el habitual recorrido, y ya en relajada charla en el porche del faro, nos anuncia, algo entristecido, que el 27 de septiembre se jubila.
Eso sí, dejará la actividad de farero, pero su intención es seguir, si sus superiores lo dejan, con sus tareas de conservación y mantenimiento del Museo del Faro. Rogamos a los Hados del Mar para que así sea.
Mario, además de farero, por lo que nos cuenta, ha sido escritor y sobre todo animador cultural en la zona de Carboneras, muestra de ello es este libro que nos regala: "Antología de relatos: La Banda Sonora.", que reúne 44 relatos de otros tantos autores de cualquier parte del mundo, publicado por la Editorial Almuzara, en 2019.
Es un libro curioso, de fácil lectura, ya que son textos cortos, más o menos fáciles de digerir, y que todos tienen como común denominador "la rebusca en la memoria de las piezas musicales que les han marcado, las letras que les han hecho reflexionar o enamorarse, las voces y las notas que han llenado sus espacios más íntimos, los músicos que han interpretado mejor sus gustos musicales, etc..."
De esa mencionada rebusca nace esta antología, con unos relatos que pueden contentar más o menos, pero seguro que no habrá ninguno que deje totalmente indiferente al lector. La tarea, no fácil de Mario, ha sido la de seleccionar los relatos y el libro antológico es la muestra de su esfuerzo.
Personalmente, unos me han gustado mucho, otros algo menos. Y me atrevo a seleccionar uno de ellos para copiarlo en este mi porche. Destellos para Mario y por supuesto para Mar Verdejo Cobo. Ale...
LA ISLA DEL FARO
de Mar Verdejo Cobo.
La tormenta había arreciado; había sido una de las más duras que recordaba. Durante más de tres noches y sus días, tuvo que pasarlas en vela, junto a la linterna del faro. La fuerza del viento levantó olas que incluso arrancaron el pequeño dique para las embarcaciones. Los pescadores, a esta furia en el mar, la llamaban mar arbolada. El edificio por su cara a poniente estaba un poco maltrecho, pero había resistido; podría repararlo con unos tablones que guardaba. A pesar de las crisis de las últimas horas, había conseguido que los destellos fueran contínuos y persistentes. Calculó que se habrían visto en todo el horizonte, y a una distancia de veinte millas. El esfuerzo había merecido la pena. Protegía a marinos y navegantes de una isla de tan solo unos escasos metros cuadrados. Un islote yermo de vegetación por la rigurosidad del clima. Siempre había sido duro ser farero en aquella isla, lo sabía bien. Por tradición familiar pertenecía a la saga de fareros más antiguos que guardaban la costa.
Lararalarara, tarareaba, triunfante aunque cansado, el soniquete de una canción aprendida en la familia junto al mar que lo vio nacer.
Desde hacía unos años estaba solo. Su padre, repentinamente, había fallecido unos años antes, y el trabajo que hacían juntos, se hacía sin él, si cabe, más riguroso, no había posibilidad de relajarse y dejar las cosas al azar. Tras años de aprendizaje y constancia, había conseguido tener una disciplina férrea en aquel paraje inhóspito y solitario.
Miró la posición del sol, ya había empezado a declinar de su cénit y pensó que aún tendría algunas horas antes del anochecer para echar un vistazo entre las playas y grutas. Haría una primera valoración de los daños causados por el temporal, después comería algo más decente y se iría a descansar unas horas: la noche había sido larga.
Dejó calentándose la sopa en el hornillo de fuego. Con gran agilidad, bajó por el acantilado. El camino le era muy familiar, lo habría hecho con los ojos cerrados. En la playa vio que el mar había traído los restos de lo que parecía un naufragio: tras las tormentas, el mar devolvía lo que le sobraba. Echaría aun vistazo, y por la mañana con más tiempo seleccionaría lo que le pudiera servir. No era fácil conseguir material para la isla.
Los encargos que llegaban regularmente, para sobrevivir en la isla, tardaban mucho, y no siempre pedían el dinero estipulado. Siempre arrancaban algo más de dinero del valor real de la mercancía, en las arduas negociaciones, porque sabían que no tenía muchas más opciones para poder proveerse, pero él lo sabía e incluso le parecía divertido el arte del regateo. Ahora, sin el embarcadero, conseguir provisiones sería más complicado.
Llegó hasta lo que parecía un amasijo de tablones, cajas y troncos. Estuvo rebuscando hasta que percibió un ruido que provenía del fondo de la cala. Era un pequeño lamento, como de un animal herido. Prestó más atención. Los sonidos cada vez eran más agudos. Dejó lo que tenía entre las manos, apresurado llegó hasta la entrada de la cavidad. Se detuvo hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Ahora era un susurro. Podría ser una foca, no sería la primera vez que venían a refugiarse cuando están heridas o iban a dar a luz.
-¡Hola!, ¿hay alguien ahí? -dijo el farero.
Otro murmullo ininteligible, pero cada vez más humano, se escuchó en el fondo.
-¡Grrrrrr! -dijo una voz como en un murmullo.
Se acercó con cautela. Era un gran bulto enmarañado con redes y algas. Se movía. Él se acercó más. Con la claridad vio un brazo, una pierda y unos largos cabellos revueltos. ¡Era una persona! Y estaba respirando. Se arrodilló, le apartó los cabellos de la cara. Respiraba con dificultad. Era una mujer de cabello moreno y piel tostada. Había sobrevivido al naufragio. Cerro los ojos verdiazules.
- ¡Tengo sea! -dijo la mujer en un hilo de voz.
La cogió en brazos con delicadeza.
-¡Salgamos! La marea empieza a subir, Es peligroso seguir aquí - dijo el farero.
Ella le abrazó por el cuello. Era liviana, pudo subir por el sendero sin problemas. Ella susurraba una canción, con letra antigua:
Morenika a mi me yaman
los marineros.
Si otra vez ami me yaman
me vo kon eyos.
-¡Tranquila, ya estás a salvo! -le dijo el hombre despacio al oído.
La mujer no dejaba de mover los dedos. Los enroscaba continuamente entre el cabello rizado del guardián de las costas. Empezaba a oscurecer. Entró apresurado en el faro. La habitación principal ya estaba caldeada. La dejó sobre la cama. Fue a por agua.
- Soy hija de marineros que bogan por las costas, soy hija de la memoria de la ola y la memoria -repetía la mujer en sueños. El conocía el poema de Fatena Al-Gurra.
La incorporó. Le dio agua a pequeños sorbos. Estaba sedienta. Poco a poco se fue calmando, y empezó a entrar en un largo sueño. El farero veló toda la noche junto a ella sus pesadillas y sueños inquietos. En algún momento él también soñó con los siete mares y sus profundidades.
Las gaviotas patiamarillas y de Audouin comenzaron la mañana sobrevolando cantarinas la isla inhóspita, subía en un vuelo acrobático a lo más alto, bajando después a lo más hondo de los acantilados. Su canto nervioso lo despertó sobresaltado: comprobó que no era un sueño. Ella, aquel ser extraño estaba allí con los ojos cerrados. La miró atentamente y comprobó su respiración profunda y dormida. Recordó su mirada extenuada, sus ojos contenían los siete mares. Salió del cubículo y penso que aquella isla podría ser él. Una isla rodeada de agua pero, a pesar de ello, unida a ambas orillas por poderosas corrientes marinas.
El mar era una de las cosas más maravillosas que había visto nunca. Inabarcable, inmenso, profundo pero a la vez cercano cuyo paisaje nunca era igual. En aquel lugar nacían las olas, de eso estaba seguro. A cada hora el mar podía cambiar de forma y color. El mar de fondo, ordenado, llegaba caótico a la costa. En el horizonte el mar tenía otro color y otra textura.
-Pronto se calmará -dijo mientras pensaba en la tregua de días que le daría el océano.
Una manada de delfines mulares jugaban dando saltos sobre las indómitas olas. Allí estaban a salvo bajo el manto de la reserva marina. Y bajo ese azul intenso, del océano, se ocultaban densos bosques sumergidos de poseidoneas y algas laminarias, con valiosas formaciones de coral rojo y naranja. La vida era un bullir en los dos mundos: en el aéreo y en el submarino. Esa pequeña isla era un gran ombligo de corrientes que discurrían entre montañas de lava submarina. Sabía que estaba ante un mar único y diverso e incluso se atrevía a decir que misterioso y dramático. Un mar que se traga miles de vidas, a veces sin dejar rastro.
Regresó apesadumbrado, pensando en el desconcierto que le producía la presencia de la mujer en la isla, u empezó a hacerse mil preguntas sobre su procedencia. Metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y con los dedos empezó a jugar con las tres pequeñas piedras blancas que le acompañaban desde niño. Hacer aquel gesto, que ya se había convertido en hábito, le calmaba y le ayudaba a concentrarse cuando tenía que hacer algo importante.
Al entrar al faro observó que aún dormía. Preparó un contundente desayuno con cafe, té, huevos y arenques. Ella despertó con los sabrosos aromas. No hablaron mientras duró el desayuno. Al acabar ella se sirvió una taza humeante de té y empezó a vaciar su memoria con la convicción de que era escuchada como nunca nadie lo había hecho, quizás comprendida sin juzgarla. Su voz se rompió en un gemido, muy avanzada la tarde. Él pasó del desconcierto de la primera hora de la mañana a la empatía y a la compasión al final de la tarde. Ella disolvió su amargura en cada palabra que tocaba fondo. Él la observaba, comprendiendo su existencia. Miraba embelesado como sus cabellos ondulaban como un alga bajo las ondas de las olas. El color de sus ojos iba cambiando por todas las tonalidades del mar: gris con el enfado, azul con el sosiego, verde con sus sueños esperanzados y marrones con la tristeza del desierto. Habló de otros mundos, otros paisajes, otros sueños. Habló del horror, de la belleza, del amor y la eternidad. De literatura y ciencia, de valores y seducción. Al acabar la tarde ella estaba extenuada, ya no tenía ninguna palabra más para contar. Esto le provocó un gran vacío, pero en paz con ella y con el resto de la humanidad. Él, en toda la tarde, solo pudo asentir mientras la escuchaba, comprendió que en las montañas sagradas del exilio los sueños pueden curar.
-¿Te puedo abrazar? - preguntó él sin saber cómo proceder ante su historia vital. Ella asintió tras abandonar su amargura, tras veinte tazas de té, recogiéndose el pelo tras las orejas.
Y él le cantó, como cantan las ballenas cruzando las praderas verdes sumergidas, como cantan las ballenas enamoradas en las noches estrelladas interminables. Le secó sus lágrimas, como se seca el mar tras la tormenta. Le cantó con las canciones ancestrales que cantan los rocuales al atravesar el espejo infinito del mar. Y el mar se calmó, y al abrazarse se convirtieron en sal, y empezaron a beber de su piel porque el amor de bebe por la piel. Los dos corazones latían en uno solo. Ella con el latir de todas las mujeres y él como el corazón de todos los seres vivos del Planeta que quieren vivir en paz y armonía. Gritaron sus nombres y se les rompió la voz tras los gemidos del ansia de lo que llamamos amor subiendo al cielo con las alas que da la vida.
Gracias, Mar, por tan hermoso relato.
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