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09 junio, 2025

Mi Albaicín, revolviendo los recuerdos.

 


Dicen que las segundas partes nunca han sido buenas, pues bien, en esta ocasión, esta "Segunda Mirada de Mi Albaicín" de Antonio Monleón Anguita, lo ha sido, tanto o más que su primera parte de esa bilogía dedicada a su barrio, "Mi Albaicín: el tiempo de los jaramagos."o al menos a mí, así me lo parece.

He gozado y me he divertido con la lectura lenta, reposada, saboreando las palabras y despertando los recuerdos en mí dormidos, ya que el tiempo inexorable los había enterrado en lo más profundo de forma irremediable, hasta que Antonio, usando la magia de sus palabras, los ha hecho actuales, presentes, algo, que yo al menos, no me cansaré nunca de agradecerle.

Animo por tanto a su lectura, a los que tienen sus raíces en el barrio del Albaicín y a los que no también, seguro de que todos disfrutarán del libro.


Superada la lectura del prólogo y primeros capítulos, no me resisto a destacar la introducción dedicada al capítulo sobre los GORRIONES, de una gran sensibilidad, dulzura infantil y maestría descriptiva, ya que personalmente me ha emocionado ese enfoque en el que el autor le da la palabra a un gorrión, que en primera persona nos cuenta lo siguiente:
"Pues sepa vuesa merced, ante todas las cosas... que yo nací un día cálido y luminoso del mes de junio en un nido que habían hecho mis padres en el tejado de la Casa del Parranda, frontero con el de la Casa del Cura, en la plaza de Aliatar y frente al Cine Albaicín. Cubierto por una teja salediza no le faltaba de nada. Tenía sus ramitas muy bien entrelazadas, sus briznas de hierba seca, sus pelos de perro y hasta una maraña añosa de pelos de lana.
Mis padres me criaban fuerte y hermoso, pero desgraciadamente quedé huérfano siendo un guacharro. A mi padre lo mató de un picotazo una paloma de la Casa de la Doctrina y a mi madre la cazaron unos chiquillos con una trampilla de alambre en un huerto de la placeta del Mentidero. Me quedé pues sólo y desvalido, aunque salí adelante con la ayuda de los vecinos.

Nunca tuve problemas para la subsistencia, porque la plaza de Aliatar daba mucho de sí. Por la mañana me alimentaba con las migajas, todavía calientes, que se caían de los capazos de los burros de reparto del horno de la Irene. Al mediodía con las sobras de las tapas de los bares del Pañero y Paco el de los caracoles: arroz caldoso, patatas fritas, miguitas de pan y caracoles con trocitos de almendra. Y al anochecer me alimentaba con los restos de los puestos de chucherías de Carmela la Gorda, María y Pepa la Monta, colocados estratégicamente  frente al cine: garbancillos tostados, pipas, maní, cañamones, algarrobas, chochos y algún caramelo a medio chupar que habían tirado los niños. El agua la conseguía en los derrames de los aljibes de Polo y del Salvador, que me pillaban muy a mano.

Me crié pues fuerte y hermoso, con un manto de plumas densas y suaves de color gris, ocre y pardo, con las que me lanzaba a volar por los tejados del callejón de san Buenaventura y las acacias de la plaza de Aliatar, lejos de las palomas y de las trampillas de alambre.

Hoy,  con tres veranos a cuestas, cansado y sin fuerzas, apenas salgo del nido, y me limito a contemplar la plaza medio oculto entre las siemprevivas y los jaramagos del tejado de la casa del Parranda, esperando que el próximo invierno me lleven las lluvias y los fríos, si no he caído antes en las garras de un gato."

Sencillamente ¡¡¡GENIAL!!!

¡Ay, gorrión!

 "... lo más parecido a una bandada de gorriones era una pandilla de niños corriendo y haciendo ruído por los callejones. Tal vez por eso, haciendo evidente el descaro y la espontaneidad de los niños, nos decían los vecinos cuando venía a cuento: - ¡Ay, gorrión!"

Y así, poco a poco, Antonio Monleón, va desgranando sus recuerdos, que son los míos y de todos aquellos albaicineros que vivieron en el barrio por aquellas fechas. Ahora, parece, que los únicos que se mantienen fieles al pasado son los gorriones, vamos, digo yo.

Cariñoso el recuerdo "A mi abuela Amparo", a todas las sufridas abuelas; a las inolvidables "Colonias del Ave María en Motril", en las que yo también estuve y en las que tan bien me lo pasé, salvo cuando empezaron a dolerme los oídos y me acordaba de mi madre llorando por la noche; interesantísimas las explicaciones sobre "...el pueblo gitano..." con quienes convivíamos a la perfección, sin ningún problema derivado del racismo; me ha emocionado sobremanera la maravillosa descripción del entorno del río Darro, el río de mi infancia, en el que tanto disfruté; igualmente, cuando habla del "hoyo de pan de aceite o con chocolate", no he podido dejar de acordarme de mi Madre y de mi tía Ascensión, la que nos obsequiaba a mi hermano Miguel y a mí, con unos generosos hoyos de pan con "atún en tronco", chorreando el aceite por los dedos y luego por el brazo, todavía me vienen los olores y sabores del momento; me ha parecido interesantísima la mención que hace al pintor granadino Enrique Villar Yebra, en el capítulo "Cipreses y acacias", testigo de árboles perdidos para siempre, con una muy emotiva alusión a las acacias; fantástica la descripción de las costumbres veraniegas albaicineras, ya que calor ha hecho siempre, aunque es bien cierto que la sobrellevabamos de otra manera; muy ilustrativo lo expresado acerca de "la paga del 18 de julio", así como de las celebraciones y costumbres típicas en torno a esa fecha; muy conmovedor me ha resultado el capítulo dedicado a "los niños de allábajos"; he aprendido una palabra nueva, la de "callejonear", de menor rango a la de "callejear", pero con más preponderancia por su frecuencia en el barrio; me ha traído fuertes recuerdos el capítulo dedicado a la aventura de los niños encaramados al aljibe, que me ha llevado a mi suceso en el aljibe de San Nicolás que terminó con los dos brazos fracturados, una brecha en la frente con un porcinaco y pérdida del conocimiento, a mi primo Manolín llevándome a cuestas hasta la Casa de Socorro, y el mal rato a mi madre, que al final se resumió en la incertidumbre de si estaría curado o no, para la celebración de mi Primera Comunión; excelente la descripción de lo que era "La Bolilla" y aquel entorno, con los chorrillos que acababan en una "garfía" de refrescante agua...

En fin, concluyo citando de nuevo a Monleón: "Es bueno recordar el pasado de vez en cuando pensando en los que nos precedieron..."

Gracias, Antonio por despertar y reavivar tan gratos recuerdos con tus magistrales palabras, y para finalizar, no me queda sino animar a comprar este libro para disfrutar de su lectura, ale.

Mi calle, Horno del Vídrio, en el barrio de San Pedro bañado por el rio Darro, cerrada arriba por la morisca Casa del Arco número 7, mi casa. Solamente había salida por el callejón de María la Carbonera.

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