Intrusos en casa y otras impotencias
Hace
unos días, al anochecer, dos ladrones se pasearon por el jardín de mi
casa. Uno de ellos, incluso, llegó a introducirse por una ventana
semiabierta y penetró en el interior. Estábamos viendo Perdición
en la tele y nadie se dio cuenta hasta que Rumba, la perra, alzó la
cabeza, gruñó y se lanzó hacia el pasillo, seguida por Sherlock. Cogí la
escopeta de caza y la linterna, hice clac-clac metiendo un cartucho de
postas en la recámara –no sabía lo que iba a encontrar, y estoy mayor
para que me inflen a hostias–, pero el intruso ya se había largado. Así
que, tras asegurarme de eso, salí al jardín a echar un vistazo. Pero no
había nadie. Los dos fulanos habían saltado el muro, largándose. Así que
telefoneé a Picolandia por si entraban en otra casa cercana, guardé la
escopeta, cerré la ventana, conecté la alarma, acaricié a los perros y
seguí viendo la peli, resignado. Se preguntarán ustedes cómo sé que los
asaltantes eran dos. Y la respuesta está chupada: los vi luego en las
cámaras de vigilancia. Las imágenes eran todo un espectáculo, pues se
veía perfectamente como los malos saltaban el muro con una tranquilidad
asombrosa, cual si no les preocupase que los vieran o no. Caminaban
rodeando la casa mientras buscaban cómo entrar. Lo hacían sin
esconderse, con toda calma, charlando entre ellos mientras comentaban la
jugada, esta ventana sí y aquella no, cómo lo ves, colega, etcétera. Ni
siquiera se agachaban, y miraban las cámaras –llevaban gorras que les
ocultaban la cara– sin esconderse, con ganas de saludar. Y al llegar
ante la ventana iluminada del cuarto donde veíamos la tele, se
detuvieron un buen rato, estudiándonos. Una familia y dos perros
absortos en Fred McMurray, Bárbara Stanwick y Edward G. Robinson. Pan
comido, compañero. Ningún problema. Así que siguieron dando la vuelta,
vieron entreabierta una ventana en la cocina, uno ayudó al subir el
otro, y éste se coló por ahí. Como por su propia casa.
Tiene huevos el asunto, oigan. Los dos, tan campantes. Y yo, luego, mientras exploraba el jardín con la herramienta en la mano, preocupado por si los encontraba allí. Qué pasa, pensaba, si le pego un tiro a uno, aunque sea en una pierna, y le estropeo algo. O si en la casa, olvidándome de la escopeta, al ver a un tío dentro, hubiera agarrado uno de los sables de caballería napoleónicos que tengo allí para endiñarle un sablazo. O sea, mi ruina total. Si lo dejo vivo, me reclamará daños y perjuicios. Si me lo cargo, su familia vivirá de mí el resto de su vida. Pero si ocurre lo contrario, si es el malo quien madruga y mi mujer o mi hija se los encuentran en el pasillo o el dormitorio, si a mí me dan las mías y las del pulpo –a ver quién se mete en una casa ajena sin llevar, al menos, una navaja en el bolsillo– a ellos no les pasará absolutamente nada. Como mucho, una visita al cuartelillo para comprobar que tienen más antecedentes que Curro Jiménez. Después, un juez aburrido o comprensivo los pondrá en la calle tras afearles la conducta, e incluso sin afeársela, citándolos para dentro de unos meses, o unos años, o nunca. Y si alguna vez les cae algo, que lo dudo, será una cosita suave, poco traumática; porque, a fin de cuentas, el noble deseo de nuestra sociedad no es castigar, sino regenerar. Y más cuando los regenerables se limitan a entrar en casas ajenas y dar a sus propietarios unos golpes o navajazos de nada. Y encima, a lo mejor o casi seguro, esos fulanos que miran las cámaras con todo descaro son producto de una sociedad explotadora e injusta; o incluso, atenuante definitivo, inmigrantes sin trabajo rechazados por la opulenta y egoísta Europa. Y una casa con jardín, propia en España de ricos y de fachas, es provocación pura y dura.
Total, que esos eran mis alegres pensamientos mientras iba la otra noche con la linterna y la escopeta, mirando rincones como un gilipollas. Podrías ahorrarte el paseo, chaval. Pensaba. Porque ya me contarás, si los encuentras, qué carajo vas a hacer con la posta lobera. Y lo peor es que lo saben. Hasta puede que sean ellos quienes te introduzcan la escopeta por el ojete. Conocen de sobra dónde están, y a qué leyes se enfrentan. Por eso posan tranquilos ante las cámaras. Es la ventaja que tiene vivir en un país como éste, democracia ejemplar donde los derechos y libertades de cualquier hijo de la gran puta empiezan donde acaban los de la gente honrada y normal; no en una pseudo-democracia fascista como, por ejemplo, los Estados Unidos, donde a un intruso pueden pegarle un tiro en cuanto pisa un jardín ajeno. Aquí, eso sólo nos parece bien en las películas de Clint Eastwood.
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Publicado en XL Semanal el 8 de enero de 2017.
Tiene huevos el asunto, oigan. Los dos, tan campantes. Y yo, luego, mientras exploraba el jardín con la herramienta en la mano, preocupado por si los encontraba allí. Qué pasa, pensaba, si le pego un tiro a uno, aunque sea en una pierna, y le estropeo algo. O si en la casa, olvidándome de la escopeta, al ver a un tío dentro, hubiera agarrado uno de los sables de caballería napoleónicos que tengo allí para endiñarle un sablazo. O sea, mi ruina total. Si lo dejo vivo, me reclamará daños y perjuicios. Si me lo cargo, su familia vivirá de mí el resto de su vida. Pero si ocurre lo contrario, si es el malo quien madruga y mi mujer o mi hija se los encuentran en el pasillo o el dormitorio, si a mí me dan las mías y las del pulpo –a ver quién se mete en una casa ajena sin llevar, al menos, una navaja en el bolsillo– a ellos no les pasará absolutamente nada. Como mucho, una visita al cuartelillo para comprobar que tienen más antecedentes que Curro Jiménez. Después, un juez aburrido o comprensivo los pondrá en la calle tras afearles la conducta, e incluso sin afeársela, citándolos para dentro de unos meses, o unos años, o nunca. Y si alguna vez les cae algo, que lo dudo, será una cosita suave, poco traumática; porque, a fin de cuentas, el noble deseo de nuestra sociedad no es castigar, sino regenerar. Y más cuando los regenerables se limitan a entrar en casas ajenas y dar a sus propietarios unos golpes o navajazos de nada. Y encima, a lo mejor o casi seguro, esos fulanos que miran las cámaras con todo descaro son producto de una sociedad explotadora e injusta; o incluso, atenuante definitivo, inmigrantes sin trabajo rechazados por la opulenta y egoísta Europa. Y una casa con jardín, propia en España de ricos y de fachas, es provocación pura y dura.
Total, que esos eran mis alegres pensamientos mientras iba la otra noche con la linterna y la escopeta, mirando rincones como un gilipollas. Podrías ahorrarte el paseo, chaval. Pensaba. Porque ya me contarás, si los encuentras, qué carajo vas a hacer con la posta lobera. Y lo peor es que lo saben. Hasta puede que sean ellos quienes te introduzcan la escopeta por el ojete. Conocen de sobra dónde están, y a qué leyes se enfrentan. Por eso posan tranquilos ante las cámaras. Es la ventaja que tiene vivir en un país como éste, democracia ejemplar donde los derechos y libertades de cualquier hijo de la gran puta empiezan donde acaban los de la gente honrada y normal; no en una pseudo-democracia fascista como, por ejemplo, los Estados Unidos, donde a un intruso pueden pegarle un tiro en cuanto pisa un jardín ajeno. Aquí, eso sólo nos parece bien en las películas de Clint Eastwood.
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Publicado en XL Semanal el 8 de enero de 2017.
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