Como cada noviembre, las tristezas doradas
del otoño llamean en los castaños.
Sube de los barrancos hasta la nieve de los picos un confuso revuelo de amarillos y malvas y, entre las peñas, cuelgan los pueblos como blanca ropa tendida.
Todo vuelve a la transparencia.
El silencio aún no ha dicho su última palabra.
La azada al hombro, un viejo de estopa y cuero baja bordeando bancales camino de Atalbeitar.
En sus ojos azules no hay preguntas. Le queda la eternidad entera para que alguien le explique qué es esto de la vida.
Como un zorzal tocado por el plomo furtivo, una hoja marchita desciende dando tumbos de lo alto del álamo.
Rafael Guillén
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