Hay una piedra que me sirve de mirador.
No es muy grande, pero tiene todo lo que debe tener una piedra-mirador: una forma con clarillo cómodo para sentarse y sobre todo estar en un lugar alto, elevado, sin obstáculos alrededor, libre y abierto a los cuatro vientos.
Cuando voy con alguien y me encuentro cerca, siempre, orgullosamente, digo lo mismo a modo de presentación: esta es mi piedra.
Es mi piedra-mirador.
De vez en cuando, y no sé explicar por qué, siento su llamada y no me queda más remedio que dirigir mis pasos hacia ella.
Tiene un lugar privilegiado.
Al llegar a su lado, el ritual que sigo es siempre el mismo.
Tocarla, sentirla, acariciarla, despojarme de la mochila o de la riñonera, buscar el familiar huequecillo y sentarme. Sentir su contundencia bajo mi cuerpo. Respirar profundamente, suspirar, guardar reverente silencio, echar un largo trago de agua.
Mientras tanto, mi perrilla Balto, la fiel compañera, también busca el hueco ensombrado bajo la piedra, y se tumba relajada sabedora de que ha llegado una pausa en el caminar.
Paro de moverme, y calmosamente quieto empiezo a mirar, luego a pensar, y finalmente a imaginar.
Desde ella se puede ver hacia el pasado, sentir como se te viene encima, contemplando las ruinas de antiguos hogares, las piedras y restos que los conformaron.
¡Ay, si las piedras hablaran! ¡Cuantas y cuantas historias podrían contarnos!
Historias de vida y de sufrimientos, de lucha diaria, de alegrías y seguro que de tristezas.Pero desde mi piedra-mirador, también se puede contemplar el presente.
Los cortijos y casas de los hombres y mujeres de ahora.
Desde allí, se le vienen a la cabeza de uno, las parecidas luchas cotidianas, el trabajo, las alegrías de las fiestas, las penas y las tristezas que da la vida, de gente que uno conoce, que tienen cuerpo y cara definido..., en definitiva, es lo mismo, es fácil pensar que el acontecer del pasado y del presente, es igual, lo mismo, que tiene los mismos vaivenes, idénticos altos y bajos, lo único que varía es que ahora le puede poner uno cara a la gente; a los otros, a los que fueron, únicamente puedes imaginarlos, pensarlos, adivinarlos.
Desde la piedra-mirador, contemplo el Valle del Genil, suspendido en sus terrazas.
Río que serpenteante baja enmarcado entre cuadrados de todos los imaginables tonos de verde y marrón. Alejándose, tranquilo, reposado, vivo y embarrado por la tierra que arrastra de la última tormenta.
Entrecierro los ojos y miro su culebrear, inexorable, imparable, hacia el hueco del valle en el que están los Infiernos de Loja, entre el Hacho y la Sierra Loja, y más allá, el horizonte conocido, y el que más lejos aún seguro queda y quedará por conocer. Uno se siente pequeño entre tanta grandeza.
Es el momento en el que pienso en el futuro, ¿cómo será el próximo hombre, o mujer, que se suba a lo alto del cerro y probablemente se siente sobre la misma piedra?
Seguro que tendrá parecidas inquietudes, alegrías y problemas, iguales, semejantes, pero claro, de otra época, de otra era.
Seguro que la piedra-mirador permanecerá allí, quieta, inamovible, imperturbable, puede que algo más desgastada, más vieja por el constante viento, el golpear de la lluvia y el cansino sol. ¿Más sabia...?
Inmutable en la espera de que sobre ella se siente otro hombre, o mujer, que entrecierre los ojos, suspire y se ponga a pensar en el irremediable circular de la vida.
Dedicado a mi piedra-mirador del Cerro de la Mora.
Gracias amiga.
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