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19 febrero, 2023

Mi Albaicín, un libro refrescante.


    "Siempre es un grato placer encontrarse con un alma gemela que ha querido y sabido compartir, sus primeros infantiles recuerdos.

    Ese sentimiento se agranda al notar que, esos vitales recuerdos, son iguales, parecidos, semejantes, a los propios.

    ¡Qué gran barrio y qué gran libro es "Mi Albaicín"!

    Gracias Antonio Monleón Anguita por escribirlo. Gracias Ramón Carlos Válor, por ilustrarlo"


Esta es mi personal dedicatoria escrita a puño y letra en la primera página del libro, que por suerte y azares de la vida ha venido a caer en mis manos. Son mis primeras impresiones, ojeado el libro, echado un vistazo preliminar por sus páginas para coger una idea de qué iba el mismo.

Este libro, escrito por el Maestro Antonio Monleón Anguita, fue publicado por Baker Street Ediciones en Mayo 2022, y está ilustrado por el gran Dibujante, montañero y ciclista Ramón Carlos Válor López. Desde los enlaces anteriores se puede acceder a sus respectivos muros en el Facebook, con lo que se tendrá una más completa visión de la actividad de cada uno, que bien se lo merecen por su buen hacer: elogios y parabienes para ellos.

Y ahora, después de una lectura tranquila, reposada y llena de disfrute, me detengo para dejar aquí mis impresiones personales ante tan magnífico y vivencial libro, que desde el primer momento me cautivó, me gustó literariamente y sobre todo me emocionó intensamente en lo más profundo, despertando sentimientos y recuerdos ya perdidos y gracias al mencionado libro, actualizados y recuperados.

El libro se lee con suma facilidad. Su diseño en 58 capítulos de corta duración, permiten deleitarse intensamente en su lectura. Para mí, cada capítulo, ha sido como una píldora en la que iban encapsulados recuerdos de mi infancia y niñez, similares a los que narra el autor, de tal forma que han tenido el efecto de despertar lo dormido y, por el paso del tiempo, olvidado.

Con una diferencia de años, él (Antonio Monleón) es algo mayor que yo, nos movimos por el mismo espacio: el Albaicín. Él vivía en la Placeta Contador, con la iglesia del Salvador como mayor referencia; yo, en la morisca Casa del Arco, de la calle Horno del Vídrio, número 7, del barrio de San Pedro, con el hilo conector de la Cuesta del Chapiz y el Paseo de los Tristes entre ambos. Además, mi familia paterna y materna se ubicaban respectivamente en la Cuesta del Chapiz  y la Plaza de San Cristóbal, pegaditos a la Aljibe de San Cristóbal. 

Es fácil pues imaginar mis deambulaciones por el Albaicín, de abajo arriba, de un lado para otro. Me recuerdo, correteando por las empedradas callejas, no sé por qué manía siempre corriendo, (Forrest Gump Albaicinero), descubriendo calles, rincones, placetas, niños y gentes. De San Pedro a San Cristóbal, de San Cristóbal al Peso de la Harina y el Ave María, y de allí al Avellano y al rio Darro. Con las rodillas siempre echadas abajo, encostradas de sangre reseca, unas sandalias de goma y unos pantalones cortos con un solo tirante cruzado sujeto por unos botones. Rara veces llevábamos una camisilla cubriendo el torso, y nada de nada en verano, por supuesto.

Recuerdo mis ensimismadas paradas por el barrio, boquiabierto y sorprendido, ante los talleres de taracea y de los tornos de carpintero, capaces de sacar bellas formas de madera de toscos palos amontonados en el suelo. El olor al serrín húmedo, a las virutas extendidas cubriendo los pies por encima de los tobillos a modo de mullido colchón. 

Tampoco se me olvida el temblor de manos del viejo que con inexplicables certeros golpes de martillito al punzón, iba grabando los arabescos y enrevesados dibujos en peroles y platicos de cobre, siempre esperando que se diera un martillazo en el dedo, que nunca llegaba. Diestro como nunca había visto, boina calada y eterno cigarrillo sujeto en los labios, en donde se aposentaba una irónica sonrisa, a la vez que me miraba de reojo. Al final, pienso que exageraba los temblores para de alguna forma llamar más mi atención y de alguna forma reírse de mí, "quedándose conmigo".

Los cantes y sones en la fragua, de misteriosas llamas embravecidas a fuerza de fuelle, y aquellos golpes del martillo golpeando el yunque con ritmos entonces sin sentido y que ahora comprendo, eran la raíz de mi actual afición al flamenco. Entiendo ahora los escuetos letreros en los bares de "Se admite el cante" y su antónimo de "Prohibido el cante". Las palmas, los zapateos vertiginosos de los coleguillas del Camino del Monte, tarareando coplas de zambra que aprendía sin querer y que llevaba a mis labios de modo natural. Perfeccioné el oído escuchando, tumbado en una hamaca en la terraza de mi casa a las tantas de la noche, los cantes que en la lejanía llegaban desde el Paseo de los Tristes, cuando en el verano se celebraban los Festivales de Cante Jondo, aunque a mi pudieran parecerme quejidos morunos que viajaban en la fresca noche desde el mismísimo corazón de la Alhambra.

Los juegos en San Nicolás, con su inolvidable aljibe, la fuente del Avellano, en el Camino del Monte, en las murallas viejas de San Miguel el Alto, explorando abandonadas cuevas, así como los escondites, rayuelas, y hoyos en los patios ajardinados del Ave María y de la Casa del Arco. La hermandad y camaradería entre razas, amigos en todos los sitios, sin quitar que de vez en cuando apareciera la trifulca y la peleílla, que pronto se hacía olvido y "pelillos a la mar". ¡Qué verdad era eso de: ¿Te juntas ya? ¿Me Perdonas?!

Las gloriosas películas en el Cine Albaicín y las de cine mudo con Charlot y el Gordo y el Flaco que veíamos en las sesiones vespertinas que se ofrecían en la Casa Madre del Ave María y que no queríamos que acabaran nunca.

En fin, hermosos recuerdos y experiencias que, ahora con el reposo y conocimiento que dan los años vividos, se valoran de otra manera, mezcla de nostalgia por el tiempo pasado y sensación de haber disfrutado de una época en la que, con sus luces y sombras, fuimos felices y superamos inconscientes, con lo poco que teníamos.

Animo pues a la lectura del libro, ya que, sobre todo si se es de origen albaicinero, el disfrute está más que garantizado.

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