De abajo a arriba y de izquierda a derecha: Luis, Rios, Guillermo, Lupiañez, Muga y Rosillo |
Vuelve de nuevo esta foto a presentárseme en la red, en ese cansino reaparecer típico y cíclico que tiene.
De vez en cuando, el pasado se revuelve, hace una recurva, pirueta volatinera y cae de pie, desequilibrado a veces, pero con los brazos en cruz, quietecico, mirándote a la cara, esperando a ver si eres capaz de contestar sus preguntas solemnes de filosófica trascendencia, de quién, cuándo, dónde, cómo, etc...
Y entonces hay que empezar a soplar el polvo, a quitar telarañas, a apretar los ojos del esfuerzo mental y a esperar a que la lucecilla se abra paso, poco a poco, a través del túnel, y eso es algo que a veces se consigue, otras no...
En el caso de esta foto quiero recordar que se trata del viaje de vuelta en el tranvía de Pinos Puente a Granada, después de un duro y esforzado fin de semana, de cuevas decíamos, que comprendía viernes, sábado y domingo explorando, creo, la Sima del Águila, una de las que tienen un pozo de ¿100 metros? al tirón en nuestra querida y familiar Sierra Elvira.
Sigo acordándome de que me tiré un montón de horas en un descansillo sobre la mitad de la tirada, ¿50 metros?, asegurando a los compañeros que bajaban, usando escalas de aluminio, empalmables los tramos de 20 metros, cuerdas de seguridad y demás parafernalia, todo ello a la luz del carburero, con trajes de tela, monos de trabajo requisados a los padres. Luego, hube de darme el palizón de subir el material empleado y de yo mismo, lo que no era moco de pavo.
Por eso se ve en la foto, que estamos reventaícos, con ese cansancio bueno que te posibilita dormir en cualquier sitio, por ejemplo, en el canto de una cuchara. Y es que eso de explorar una sima de esas características cansa a cualquiera, y más al estilo antiguo: sube a pie, el voluminoso material en abultadas mochilas hasta la boca de la sima, prepara el material, organiza el equipo punta, el de apoyo y el de estudio. Empieza a instalar el material, ayuda a los compañeros, llega al final, recoge el material, come algo, empaquétalo todo en la mochila, y de nuevo a la caminata para ir de vuelta a la parada del tranvía que te devolvía a la capital, en donde la mayoría de las veces te dormías, para luego terminar cogiendo el autobús número 7, que te ponía en las calles del barrio del Zaidín y hacías los metros de callejeo hasta tu casa con el mochilón a la espalda, orgulloso de que te vieran los vecinos al grito de ¿dónde has estado?, llamas a tu casa y te abre tu madre que no puede dejar de mirarte sorprendida por muchas veces que te ha visto en la misma tesitura, "no sé como puedes con todo eso", ó "vaya como vienes de barro hoy, quítate las botas antes de entrar"...
Rindo un sincero homenaje a aquellos tiempos, juventud divino tesoro, hombres jóvenes sanos que éramos, adolescencia, ilusión, alegría, camaradería, solidaridad...
¡Qué tiempos aquellos los de esos días de pura esencia espeleológica!
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