De la movida mahometana me quedo con una foto. Dos jóvenes tocados con kufiyas alzan un cartel: Europa es el cáncer, el Islam es la respuesta.
Y esos jóvenes están en Londres. Residen en pleno cáncer, quizá porque
en otros sitios el trabajo, la salud, el culto de otra religión, la
libertad de sostener ideas que no coincidan con la doctrina oficial del
Estado, son imposibles. Ante esa foto reveladora –no se trata de
occidentalizar el sano Islam, sino de islamizar un enfermo Occidente–,
lo demás son milongas. Los quiebros de cintura de algunos gobernantes
europeos, la claudicación y el pasteleo de otros, la firmeza de los
menos, no alteran la situación, ni el futuro. En Europa, un tonto del
haba puede titular su obra Me cago en Dios, y la gente protestar
en libertad ante el teatro, y los tribunales, si procede, decidir al
respecto. Es cierto que, en otros tiempos, en Europa se quemaba por
cosas así. Pero las hogueras de la Inquisición se apagaron –aunque algún
obispo lo lamente todavía– cuando Voltaire escribió: «No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte para que nadie le impida decirlo».
Aclarado ese punto, creo que la alianza de civilizaciones es un camelo
idiota, y que además es imposible. El Islam y Occidente no se aliarán
jamás. Podrán coexistir con cuidado y tolerancia, intercambiando gentes e
ideas en una ósmosis tan inevitable como necesaria. Pero quienes hablan
de integración y fusión intercultural no saben lo que dicen. Quien
conoce el mundo islámico –algunos viajamos por él durante veintiún años–
comprende que el Islam resulta incompatible con la palabra progreso
como la entendemos en Occidente, que allí la separación entre Iglesia y
Estado es impensable, y que mientras en Europa el cristianismo y sus
clérigos, a regañadientes, claudicaron ante las ideas ilustradas y la
libertad del ciudadano, el Islam, férreamente controlado por los suyos,
no renuncia a regir todos y cada uno de los aspectos de la vida personal
de los creyentes. Y si lo dejan, también de los no creyentes. Nada de
derechos humanos como los entendemos aquí, nada de libertad individual.
Ninguna ley por encima de la Charia. Eso hace la presión social enorme.
El qué dirán es fundamental. La opinión de los vecinos, del barrio, del
entorno. Y lo más terrible: no sólo hay que ser buen musulmán, hay que
demostrarlo.
En cuanto a Occidente, ya no se trata sólo de un conflicto añejo,
dormido durante cinco siglos, entre dos concepciones opuestas del mundo.
Millones de musulmanes vinieron a Europa en busca de una vida mejor.
Están aquí, se van a quedar para siempre y vendrán más. Pero, pese a la
buena voluntad de casi todos ellos, y pese también a la favorable
disposición de muchos europeos que los acogen, hay cosas imposibles,
integraciones dificilísimas, concepciones culturales, sociales,
religiosas, que jamás podrán conciliarse con un régimen de plenas
libertades. Es falaz lo del respeto mutuo. Y peligroso. ¿Debo respetar a
quien castiga a adúlteras u homosexuales? Occidente es democrático,
pero el Islam no lo es. Ni siquiera el comunismo logró penetrar en él:
se mantiene tenaz e imbatible como una roca. «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia»,
ha dicho Omar Bin Bakri, uno de sus los principales ideólogos
radicales. Occidente es débil e inmoral, y los vamos a reventar con sus
propias contradicciones. Frente a eso, la única táctica defensiva,
siempre y cuando uno quiera defenderse, es la firmeza y las cosas
claras. Usted viene aquí, trabaja y vive. Vale. Pero no llame puta a mi
hija –ni a la suya– porque use minifalda, ni lapide a mi mujer –ni a la
suya– porque se líe con el del butano. Aquí respeta usted las reglas o
se va a tomar por saco. Hace tiempo, los Reyes Católicos hicieron lo que
su tiempo aconsejaba: el que no trague, fuera. Hoy eso es imposible,
por suerte para la libertad que tal vez nos destruya, y por desgracia
para esta contradictoria y cobarde Europa, sentenciada por el curso
implacable de una Historia en la que, pese a los cuentos de hadas que
vocea tanto cantamañanas –vayan a las bibliotecas y léanlo, imbéciles–
sólo los fuertes vencen, y sobreviven. Por eso los chicos de la pancarta
de Londres y sus primos de la otra orilla van a ganar, y lo saben.
Tienen fe, tienen hambre, tienen desesperación, tienen los cojones en su
sitio. Y nos han calado bien. Conocen el cáncer. Les basta observar la
escalofriante sonrisa de las ratas dispuestas a congraciarse con el
verdugo.
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